Blog de Antón Castro
En Aragón, las cosas tenían nombre, trayecto y leyenda, tenían una aventura histórica que se llamó la Corona de Aragón, pero de pronto apareció él con su voz de trueno y de sementera, con la garganta herida por la injusticia y el dolor, y puso acento y canto a las ancianas que se morían de soledad y de nostalgia, a las masías colgadas del atardecer y del collado, a los leñeros, al hombre sigiloso que va y viene del tajo a sus asuntos, o que rumia su soledad entre las viñas y los enebros. José Antonio Labordeta, compañero de viaje de la Peña Niké y autor de varios poemarios, sobre todo era poeta. Aquel hombre educado en los alrededores del Ebro y del Mercado Central, que parecía un mar destartalado al mediodía, lucía ya bigote y la gallardía de un viejo campesino: cantaba alto y fuerte. Cantaba por todos: era voz, eco y estandarte. Era el profeta en el viento muy a su pesar, porque siempre se ha confesado inseguro de casi todo, un dudante que ni quería construirse una trayectoria ni sabía qué iba a hacer mañana.
Ese grito era la prolongación de su condición de novelista y poeta, de memorialista, de viajero por los intersticios de la historia. En ese canto general estaba su autobiografía –el eco del palacio de los Gabarda, su hermano Miguel encelado con sus poetas chinos favoritos, el río Ebro y la Zaragoza secreta de burdeles y garitos, la pasión por la juncal Juana de Grandes- y su afirmación en la aldea, en las tierras de Belchite y Letux, en el pequeño país de polvo, viento, niebla y sol, en el barrio y en la amistad.
Aquel señor que parecía adusto era capaz de aunar la cólera y la ternura, el humor y la timidez como nadie, o como su admirado Georges Brassens, al que había oído cantar en Francia a finales de los 50 y quedó fascinado, fue su primer maestro. Labordeta, el trovador del páramo, se convirtió en un símbolo, en un amigo, en un ciudadano imprescindible que siguió a lo suyo: consolidó la tarea del héroe con un infinito mar de amor que nos inundó a casi todos. Ese juglar, José Antonio Labordeta, ha cantado con todos y para todos sin temor a quedar sin voz ni a morir en el terco combate de la rebeldía.
José Antonio Labordeta ha escrito alrededor de doscientas canciones y ha publicado una quincena de discos. Empezó a cantar en los veranos en Canfranc y un día escribió un tema en francés: ‘Le metro’. El citado Brassens, Atahualpa Yupanqui, Bob Dylan, Paco Ibáñez y Raimon le indicaron el camino a seguir, y en 1968, en Teruel y mientras se gestaba Andalán, nacieron cuatro temas: ‘Los leñeros’, ‘Los masoveros’, ‘Las arcillas’ y ‘Réquiem para un pequeño burgués’, que constituyeron su primer disco. Así ha definido el cantante y poeta aquellas piezas, que evocaban los años fascinantes y oscuros de Teruel: “Allí, en ‘Los leñeros’ aparecía la acritud de muchas horas de tertulias. Y en ‘Las arcillas’ se plasmaban los paseos felices por la orilla del Guadalaviar, queriendo comprender nuestro entorno. Y en el ‘Réquiem por un pequeño burgués’ se quería hacer un homenaje a ese viejo monstruo que es Brassens y al que años después Joaquín Carbonell le seguiría cantando. Y en ‘Los masoveros’ se buscaba ya la raíz más oculta de nuestro folclore, intentando, aún a ciegas, denunciar lo que estábamos viendo y que la prensa, la radio y la televisión parecía que andaban ignorando”.
¿Cómo y por qué se hizo cantante? El propio Labordeta lo ha recordado así, con su ironía habitual: “Tenía 33 años y nunca había pensado ser cantante: de niño pretendía ser obispo y hacía misas por la casa. Había pensado también ser actor, poeta…, pero cantante, nunca. Lo de la canción había sido siempre marginal, pese a haber estudiado solfeo y violín cuando era bachiller”, declaraba en una entrevista que se recogió en Tierra sin mar (Xordica, 1995). Y en uno de los volúmenes de sus memorias, Banderas rotas (Ediciones B, 2001) dice que el Rey Juan Carlos le preguntó de dónde le venía eso de ser cantautor: “Ya ve, de cantarles a las chicas de la Sección Femenina en un albergue de Canfranc”. Algo más adelante, añade: “Un día tendré que contar que mi primera canción, con letra y música de un servidor, la inventé y la interpreté una noche de desgarro surrealista en la casa del fotógrafo Tramullas de Jaca, mientras un ilustre profesor de la nada intentaba domesticar un perro lobo que huía de él como alma que lleva el diablo”.
Sin embargo, con aquellos cuatro temas empezó todo. El disco fue secuestrado al año siguiente, y dos años después aparecería Cantar y callar, que ya define plenamente su estética y su compromiso. “Mi mundo es un mundo entre lo telúrico de la infancia, mis padres, mis amigos, Zaragoza y sus mitos cotidianos (la vieja, San Lamberto, el barrio, el Mercado Central), Aragón y la nostalgia de la libertad (…) En mis discos siempre hay himnos esperanzados y canciones muy dolorosas, como puede ser ‘Banderas rotas’”. Desde entonces, la trayectoria musical de Labordeta no hizo más que crecer, amplificarse en el viento y en el territorio, “los recitales de entonces eran actos culturales y políticos”, y se hizo universal con temas inolvidables, plenos de emoción, de sensibilidad, de denuncia y de complicidad hacia los de abajo. Ahí están ‘Somos’, ‘Aragón’, ‘Canto a la libertad’, ‘Zarajota blues’ o piezas tan delicadas como ‘Mar de amor’, ‘Joven paloma’ o ‘Trilce’, uno de sus discos preferidos: era un homenaje a su veta más lírica, una cita con su adorado César Vallejo y un guiño a su hija Ángela, que había nacido en Teruel y era el rostro de la portada.
En Aragón, las cosas tenían nombre, trayecto y leyenda, tenían una aventura histórica que se llamó la Corona de Aragón, pero de pronto apareció él con su voz de trueno y de sementera, con la garganta herida por la injusticia y el dolor, y puso acento y canto a las ancianas que se morían de soledad y de nostalgia, a las masías colgadas del atardecer y del collado, a los leñeros, al hombre sigiloso que va y viene del tajo a sus asuntos, o que rumia su soledad entre las viñas y los enebros. José Antonio Labordeta, compañero de viaje de la Peña Niké y autor de varios poemarios, sobre todo era poeta. Aquel hombre educado en los alrededores del Ebro y del Mercado Central, que parecía un mar destartalado al mediodía, lucía ya bigote y la gallardía de un viejo campesino: cantaba alto y fuerte. Cantaba por todos: era voz, eco y estandarte. Era el profeta en el viento muy a su pesar, porque siempre se ha confesado inseguro de casi todo, un dudante que ni quería construirse una trayectoria ni sabía qué iba a hacer mañana.
Ese grito era la prolongación de su condición de novelista y poeta, de memorialista, de viajero por los intersticios de la historia. En ese canto general estaba su autobiografía –el eco del palacio de los Gabarda, su hermano Miguel encelado con sus poetas chinos favoritos, el río Ebro y la Zaragoza secreta de burdeles y garitos, la pasión por la juncal Juana de Grandes- y su afirmación en la aldea, en las tierras de Belchite y Letux, en el pequeño país de polvo, viento, niebla y sol, en el barrio y en la amistad.
Aquel señor que parecía adusto era capaz de aunar la cólera y la ternura, el humor y la timidez como nadie, o como su admirado Georges Brassens, al que había oído cantar en Francia a finales de los 50 y quedó fascinado, fue su primer maestro. Labordeta, el trovador del páramo, se convirtió en un símbolo, en un amigo, en un ciudadano imprescindible que siguió a lo suyo: consolidó la tarea del héroe con un infinito mar de amor que nos inundó a casi todos. Ese juglar, José Antonio Labordeta, ha cantado con todos y para todos sin temor a quedar sin voz ni a morir en el terco combate de la rebeldía.
José Antonio Labordeta ha escrito alrededor de doscientas canciones y ha publicado una quincena de discos. Empezó a cantar en los veranos en Canfranc y un día escribió un tema en francés: ‘Le metro’. El citado Brassens, Atahualpa Yupanqui, Bob Dylan, Paco Ibáñez y Raimon le indicaron el camino a seguir, y en 1968, en Teruel y mientras se gestaba Andalán, nacieron cuatro temas: ‘Los leñeros’, ‘Los masoveros’, ‘Las arcillas’ y ‘Réquiem para un pequeño burgués’, que constituyeron su primer disco. Así ha definido el cantante y poeta aquellas piezas, que evocaban los años fascinantes y oscuros de Teruel: “Allí, en ‘Los leñeros’ aparecía la acritud de muchas horas de tertulias. Y en ‘Las arcillas’ se plasmaban los paseos felices por la orilla del Guadalaviar, queriendo comprender nuestro entorno. Y en el ‘Réquiem por un pequeño burgués’ se quería hacer un homenaje a ese viejo monstruo que es Brassens y al que años después Joaquín Carbonell le seguiría cantando. Y en ‘Los masoveros’ se buscaba ya la raíz más oculta de nuestro folclore, intentando, aún a ciegas, denunciar lo que estábamos viendo y que la prensa, la radio y la televisión parecía que andaban ignorando”.
¿Cómo y por qué se hizo cantante? El propio Labordeta lo ha recordado así, con su ironía habitual: “Tenía 33 años y nunca había pensado ser cantante: de niño pretendía ser obispo y hacía misas por la casa. Había pensado también ser actor, poeta…, pero cantante, nunca. Lo de la canción había sido siempre marginal, pese a haber estudiado solfeo y violín cuando era bachiller”, declaraba en una entrevista que se recogió en Tierra sin mar (Xordica, 1995). Y en uno de los volúmenes de sus memorias, Banderas rotas (Ediciones B, 2001) dice que el Rey Juan Carlos le preguntó de dónde le venía eso de ser cantautor: “Ya ve, de cantarles a las chicas de la Sección Femenina en un albergue de Canfranc”. Algo más adelante, añade: “Un día tendré que contar que mi primera canción, con letra y música de un servidor, la inventé y la interpreté una noche de desgarro surrealista en la casa del fotógrafo Tramullas de Jaca, mientras un ilustre profesor de la nada intentaba domesticar un perro lobo que huía de él como alma que lleva el diablo”.
Sin embargo, con aquellos cuatro temas empezó todo. El disco fue secuestrado al año siguiente, y dos años después aparecería Cantar y callar, que ya define plenamente su estética y su compromiso. “Mi mundo es un mundo entre lo telúrico de la infancia, mis padres, mis amigos, Zaragoza y sus mitos cotidianos (la vieja, San Lamberto, el barrio, el Mercado Central), Aragón y la nostalgia de la libertad (…) En mis discos siempre hay himnos esperanzados y canciones muy dolorosas, como puede ser ‘Banderas rotas’”. Desde entonces, la trayectoria musical de Labordeta no hizo más que crecer, amplificarse en el viento y en el territorio, “los recitales de entonces eran actos culturales y políticos”, y se hizo universal con temas inolvidables, plenos de emoción, de sensibilidad, de denuncia y de complicidad hacia los de abajo. Ahí están ‘Somos’, ‘Aragón’, ‘Canto a la libertad’, ‘Zarajota blues’ o piezas tan delicadas como ‘Mar de amor’, ‘Joven paloma’ o ‘Trilce’, uno de sus discos preferidos: era un homenaje a su veta más lírica, una cita con su adorado César Vallejo y un guiño a su hija Ángela, que había nacido en Teruel y era el rostro de la portada.
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