EL CLIENTE No camino en un cierto lugar y a una cierta hora; camino a secas, yendo de un punto a otro, por asuntos privados que se tratan en esos puntos y no en el recorrido; no conozco ningún crepúsculo ni ningún tipo de deseos y quiero ignorar los accidentes de mi recorrido. Iba desde esa ventana iluminada, detrás de mí, allá arriba, hasta esa otra ventana iluminada, allá, enfrente de mí, según una línea muy resta que pasa a través de usted, porque usted deliberadamente se situó ahí. Ahora bien, no existe ningún medio que permita, a quien va de una altura a otra, evitar descender para volver a subir después con el absurdo de dos movimientos que se anulan, y el riesgo entre uno y otro de pisar los deshechos arrojados por las ventanas; cuanto más alto se vive, más sano es el espacio, pero más dura la caída; y cuando el ascensor lo ha dejado a usted abajo, lo condena a caminar en medio de todo lo que desde arriba uno no quería, en medio de un montón de recuerdos que se pudren como en el restaurante, cuando un mozo le hace la cuenta enumerando a sus oídos todos los platos que usted ya digiere desde hace rato. Por otra parte, habría sido necesario que la oscuridad fuese todavía más espesa y que yo no pudiera percibir en absoluto su rostro; en ese caso habría podido, quizás, equivocarme acerca de la legitimidad de su presencia y del desvío que usted hizo para ponerse en mi camino y, a mi vez, desviarme y acomodarme al suyo; pero, ¿qué oscuridad sería lo bastante densa como para hacer que usted parezca menos oscuro que ella? No existe una noche sin luna que no parezca medio día cuando usted pasea debajo de ella, y ese mediodía es suficiente para demostrarme que no es el azar de los ascensores lo que lo puso a usted aquí, sino una imprescriptible ley de gravedad que le es propia, que usted carga, visible, sobre los hombros, como un bolso que lo ata a esta hora, en este lugar desde donde usted evalúa, suspirando, la altura de los edificios. 4
4. En cuanto a lo que deseo, si hubiera algún deseo que pudiera recordar ahora, en la oscuridad del crepúsculo, en medio de gruñidos de animales a los que ni siquiera se les ve el rabo – además deseo que se olvide de la humildad y que no me ofrezca la arrogancia, porque si tengo alguna debilidad por la arrogancia, odio la humildad, en mí y en los otros y este intercambio me disgusta -, lo que yo pudiera desear seguramente usted no lo tendría. Mi deseo, si lo hubiera, quemaría su rostro al expresárselo, le haría retirar las manos con un grito y usted huiría en la oscuridad como un perro que corre tan rápido que no se le ve la cola. Pero no, lo turbio de este lugar y de esta hora me hace olvidar que alguna vez pude haber tenido algún deseo del cual acordarme; no, no tengo ningún deseo como tampoco nada que ofrecerle, así que va a ser necesario que se corra para que no me desvíe, que se salga del eje que yo seguía, que se anule porque esa luz, allá arriba, en lo alto del edificio, al cual se acerca la oscuridad, continúa brillando imperturbable; perfora esa oscuridad, como un fósforo encendido perfora el trapo que pretende ahogarlo.
EL DEALER Hace bien en pensar que no desciendo de ninguna parte y que no tengo ninguna intención de subir, pero se equivocaría si creyera que lo lamento. Evito los ascensores como un perro evita el agua. No es que se nieguen a abrirme la puerta ni que me repugne encerrarme, sino que los ascensores en movimiento me hacen cosquillas, y, entonces, allí pierdo mi dignidad; y, aunque me gusta que me hagan cosquillas, también quiero que no me las hagan apenas lo exige mi dignidad. Los ascensores son como ciertas drogas; demasiado uso hace que uno flote, nunca subir, nunca bajar, confundir líneas curvas con líneas rectas y congelar el fuego en su centro. Sin embargo, desde que estoy en este lugar sé reconocer las llamas que, de lejos, detrás de los vidrios, parecen heladas como crepúsculos de invierno; pero basta que nos acerquemos suavemente, tal vez afectuosamente, para recordar que no hay ninguna luz definitivamente fría; mi propósito no es hacer que usted se apague, sino protegerlo del viento y secar la humedad del instante al calor de esta llama. Porque, diga lo que diga, la línea, tal vez recta, sobre la cual usted caminaba, se torció cuando usted me percibió y capte el instante preciso en que su camino se volvió curvo; y no curvo para alejarlo de mí, sino curvo para venir a mí; de otra manera, nunca nos hubiéramos encontrado y, de antemano, se habría alejado de mí, porque usted caminaba a la velocidad de quien se desplaza de un punto a otro, y nunca lo habría alcanzado porque yo sólo me desplazo lentamente, tranquilamente, casi con inmovilidad, al paso de quien no va de un punto a otro, sino que, en un lugar invariable, se acerca a quien pasa delante de él y espera que modifique ligeramente su recorrido. Y si digo que describió una curva – y quizá va a pretender que era un desvió para evitarme, a lo cual voy a afirmar, en respuesta, que fue un movimiento para acelerarlo -, sin duda es porque, a fin de cuentas, usted no se desvió, porque toda línea recta sólo existe en relación con un plano, porque nos movemos según dos planos distintos y porque, sintetizando, el único hecho que cuenta es que miró y que intercepté esa mirada, o fue al revés, y que la línea sobre la cual se desplazaba, de absoluta que era se hizo relativa y compleja en consecuencia: ni curva ni recta, sino fatal.
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Jacinto Benavente
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